en este lugar, los angeles y los demonios tienen el mismo tamaño...comen del mismo plato y comparten las alas para volar

Tuesday, January 08, 2008

Sin título

Yo no quería venirme a vivir a su calle. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido hasta en las más finas mallas del aire. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros, allí las almohadas verdes, en éste preciso sitio la mesita con el cenicero de cristal y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, el ritual de las tazas de té…igual que difícil oponerse al orden minucioso que una mujer instaura.

Que culpable tomar una tacita de metal y dejarla al otro extremo de la mesa…como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante mas callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana; y yo no puedo acercar los dedos a un libro, siquiera rozar el cono de la lámpara, destapar la tela de la música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como una bandada de palomas.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted como que volvió a despertar al sol aburrido, pero en realidad no le escribo por eso, es a causa de los conejitos, me parece justo escribirle al respecto y porque me gusta escribir cartas y talvez porque la lluvia me salpica fría.

Decidí mudarme a su calle; me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte que éste mismo día ha sido un día lleno de sombras, porque cuando veo las correas de las maletas es como si viera sombras. Pero hice las maletas igual y caminé al ascensor de su edificio, y justo entre el primer y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por falta de confianza, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito; y no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito, me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de frutas. Saco los dedos de la boca y en ellos traigo sujeto de las orejas a un conejito blanco, chiquito casi como un conejo de chocolate, pero blanco. Lo pongo en mi palma y con su hocico tritura la tierra que pisa, busca que comer, lo saco conmigo al balcón y lo pongo sobre la maceta donde crece el trébol que he sembrado.

Entre el primero y el segundo piso, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo, o extrañeza?, no, miedo de la extrañeza; pero yo tenía el asunto arreglado, sembraba un trébol en el balcón y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro…entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora del costado, que creía que era un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol bien propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres son formas concretas del ritmo, son la cuota de ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método.

Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta, lo envolví, lo puse en mi bolsillo y se movía a las justas; su menuda conciencia de conejo debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Y porque no matarlo? Apenas pude me encerré en el baño, una fina zona de calor rodeaba al pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente jugaba y estaba contento, lo que era el modo más horrible de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y seguí desempacando. Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro y dos días después uno blanco y a la cuarta noche un conejito gris.

Los dejo salir, lanzarse a la alfombra y entreverarla con las patas, comen bien, callados y correctos, hasta ese momento no tengo nada que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano y se comen el trébol. Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni noche. Miran su triple sol y están contentos. Por eso es que saltan en la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos, un poco el sueño de todo dios, el sueño nunca cumplido de los dioses.

Le escribo de noche, Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen; ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches tranquilas, es Jean que me invita a tomar un trago o el otro que me guarda el pase para el concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas historias de mala salud, de evasión tras evasión.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas, mis conejitos han roído un poco sus libros del anaquel más bajo…ya para que contarle las minuciosas tristezas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entre dormido levantando pedacitos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa y mis respuestas a una señorita lejana que estará preguntándose para que seguir todo esto, para que seguir esta carta que escribo.

Bueno ya basta, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola. Anoche volteé los libros del segundo estante; alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes (no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y guardo en los cajones del escritorio). Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Jaquel Boyer, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron horas en circulo bajo la luz de la lámpara, en circulo como adorándome, de pronto gritaban como yo no creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean su alfombra, encerrarlos de nuevo en el armario. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré, y yo he hecho lo que he podido para evitarle un enojo.